Zenobia es de Linares

La poesía es música en sí misma. Tiene una melodía interna que se oye en el alma de quien lee. Y Juan Carlos Romero no es un guitarrista. Ni un compositor. Es un poeta que se bebe los versos de Juan

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La poesía es música en sí misma. Tiene una melodía interna que se oye en el alma de quien lee. Y Juan Carlos Romero no es un guitarrista. Ni un compositor. Es un poeta que se bebe los versos de Juan Ramón Jiménez para arrastrarlos hasta su tradición, la flamenca, sin que rechinen las rítmicas opuestas de la palabra juanramoniana y el compás jondo. El onubense ha ganado el Nobel del flamenco con lo que ha hecho para su Zenobia, que es de Linares y canta con tanta profundidad como Juan Ramón escribió. Carmen Camprubí se adapta a las composiciones de Juan Carlos como ningún otro artista del género podría. Porque vocaliza con tanta perfección que el verso sale siempre vivo de cualquier resquicio melódico. Y porque no canta. Recita cantando. Que no es lo mismo. Llena de significación las letras con su manera de abordarlas. Y logra que la palabra más alejada de las estructuras jondas suene flamenquísima. Porque ella es flamenca y Juan Ramón también. ¿Cómo no? El flamenco no es una forma, es el fondo. Y la textura juanramoniana entra con holgura por bulerías cuando se acude a la lírica de los «Borradores Silvestres» que el moguereño escribió durante los primeros trece años del siglo XX. A este poemario pertenece la joya que Carmen mete por tangos: «Dejadme en el jardín fragante, porque quiero / ver el sol en el agua blanca de mariposas». Es todo tan sutil que duele de veras. Porque le belleza hiere. Es áspera como la voz de la cantaora, a quien el tiempo le ha robado el brillo de su queja para regalarle un grito mate que a mí me estremece. Sobre todo en la nana popular que el poeta sublima en «Pastorales» en 1911: «Mi niño se va a dormir / en gracia de la Pastora / y por dormirse mi niño / se duerme la arrulladora». Yo no quise renunciar al sueño de escucharla a oscuras cuando abandoló el cante y llevó al genio hasta el tuétano de lo andaluz. «El arte popular no existe. Existe la tradición popular del arte», escribió el Nobel. Texto que cuadra con lo que anoche se vio en el Lope de Vega. Las raíces y las alas del flamenco y de la literatura. Un rapsoda que teje la obra y cincela la idea escénica de Pepa Gamboa en lo que vendría a ser la tapa del libro que firman Carmen Linares y Juan Carlos Romero. Pues la obra es el fondo, no la forma. Es ese cante por alegrías moguereñas -«Recuerdo que cuando niño / me parecía mi pueblo / una blanca maravilla»-. Es la maravilla blanca de la voz de la gran señora del flamenco cuando se sosiega para decir el «Llanto» que precede al tamboril, gaita del pueblo, origen del arte mayor, del verso culto de las «Auroras de Moguer» entre cuyos álamos de plata salieron de la bruma los fandangos huelvanos. Ay, cómo escribe Carmen Linares. Y cómo canta Juan Ramón la toná de sus desgarros del «Diario de un poeta recién casado»: «Clavo débil, clavo fuerte… / Alma mía, ¡qué más da! / Fuera cual fuera la suerte, / el cuadro se caerá». Pero anoche se fijó bien la alcayata para que no se cayera la hermosura de una obra maestra que ya lo fue sobre el papel y que ahora lo será sobre los escenarios. Porque la bulería con aires mineros que rescata «El desvelado» es un diamante. Como el reposo con el que «arriba canta el pájaro» cuando busca la sombra del «Álamo blanco». Y entonces llega «El adiós definitivo» por soleá. Una hora después el alma descansa casi yerma mientras degusta la sutilidad de Tino di Geraldo enla percusión, la certeza de Juan Carlos Romero en la composición -que es nueva, pero siempre suena a vieja- y la genialidad de Zenobia de Linares cuando canta, como nadie, aquello que el poeta escribió como él solo.


(ABC – Sevilla –  24/09/2008)

 

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